Incline la cabeza, mi señor
Hök-Khi-Dà fue durante 63 años el verdugo. En una redacción del colegio manifestó, con 8 años, su deseo de convertirse en el brazo ejecutor de la ley de la república. A los dieciséis obtuvo plaza como verdugo auxiliar y a los diecisiete mató legalmente al primer hombre. El día de su retiro, figuraban en su cuenta personal 285 hombres y 43 mujeres. Fue llamado el piadoso. Conocido por la suavidad de su voz y las hermosas y reconfortantes palabras que susurraba al oído del reo minutos antes de separar su cabeza del tronco. Su espada estaba siempre afilada con un cuidado extremo. El verdugo vivió toda su vida obsesionado con la idea de ahorrar consciencia y dolor a la persona que el estado ponía en sus manos para pagar la mayor de las deudas. Decía siempre, con aquella dulce voz, que soñaba con que llegase el día en que el prisionero no sintiese la venida de la muerte. Quería ser bálsamo y justicia.
Conoció en los últimos años de su desempeño a un fabricante de espadas del norte, célebre por la ligereza, dureza y equilibrio de sus armas, y le hizo un encargo muy especial. El día que estrenaba su nueva herramienta de trabajo, hizo arrodillarse al reo, como siempre, en el centro del patio de armas. Susurró durante unos segundos cerca de su oído aquellas palabras que traían la última sonrisa a aquellos rostros condenados y tomó posición tras él. Con un barrido certero, extremadamente rápido, seco y seguro, hizo que aquel filo nuevo recorriese el semicírculo aéreo que se cobraba la última deuda del estado. Se hizo un silencio tenebroso en la estancia. Aparentemente, el reo seguía de una pieza. De hecho abrió la boca y pidió al verdugo que terminase con su pena. El funcionario caminó tres pasos hasta ponerse frente a él y con una leve reverencia le dijo dulcemente: “Incline la cabeza, mi señor”. Entonces, tras una mueca desencajada, aquella cabeza golpeó secamente la piedra de aquel patio y rodó despacio hasta los pies del verdugo.
José Pajares Iglesias

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