Yo fui un deicida adolescente

  Mi madre no quería verla por casa. Me lo dijo muy seria en cuanto abrió la maleta. Tenía el color de una puesta de sol californiana y la voz de una chiquilla rebelde. Y ese olor. Llenaba la habitación con aquel perfume inolvidable. Aquella mezcla entre tienda de barnices y savia de fresno recién derramada por el tronco. No discutí. Cerré el estuche y desde ese momento la guitarra durmió bajo mi cama mientras no estaba en el local de ensayo o sobre los escenarios. Hace mucho que entendí el rechazo de mi madre. En el comienzo de aquella década salvaje, empuñar una guitarra eléctrica antes de los veinte podía fácilmente llevar aparejadas agujas y cucharas, como los años posteriores nos confirmaron. Hubo muchas bajas en el ejército que coloreó este país monocromo que heredamos sin querer. Los 80 fueron nuestro Aleph, nuestro otro lado del espejo…

                  (Foto Chema Baños)

Aquella Fender Telecaster, comprada a base de ir ahorrando el dinero de los bolos, no era del color que yo quería, pero la paleta cromática disponible en los almacenes de aquel mundo analógico era limitada. Era eso o esperar varios meses. No conjugábamos el verbo esperar en aquellos días. La compré porque la vi en la portada de “Born to run”, con aquel Springsteen medio desarrapado agarrando con una mano el mástil despellejado y con el codo apoyado en el hombro de su fiel Clarence. Por eso y porque la usaba Joe Strummer en los Clash y le dejaba el golpeador blanco lleno de motas de sangre de la caña que le daba en directo. Y porque también maltrataba una Wilko Johnson mientras enceraba anfetamínico el suelo de los escenarios, umbilicado por un cable de teléfono al ampli, capitaneando a Dr Feelgood. Tres patas fundamentales de mi banco personal a la hora de entender qué le quería yo sacar a aquella guitarra tan bonita que se llevaba tan mal con mi madre.


Recuerdo ahora bien mi caída del caballo camino de Damasco. Una noche de verano que se hizo larga en el CCAN y que nos invitó a cruzar la ciudad de punta a punta. El Oasis cerraba muy tarde y la música siempre estaba a todo volumen en aquella anomalía de bar en medio de la nada. Yo llevaba unos tejanos blancos, una camiseta blanca y unas John Smith. Sí. Blancas. Y 18 años recién cumplidos. Íbamos como locomotoras a por nuestra última ración de ruido de la noche. Y resbalé ante los aspersores que anunciaban el alba. Me ungí de hierba fresca y barro urbano. Lo recuerdo con nitidez. Entrando en la sala mientras Carlos pinchaba entero el “I´ts alive” de los Ramones. Un disco en cada plato. Las cuatro caras. A un volumen hiriente y a una velocidad supersónica. Y mi inmaculada ropa blanca manchada con el barro del Rock para los restos. No he vuelto a tener unos pantalones blancos.


Hay que pagar las deudas. Nuestra educación musical se forjó en aquella buhardilla que fue embrión de tantas cosas buenas. Aquel Club Cultural de Amigos de la Naturaleza que fue nido de tantos pájaros en peligro de extinción. Allí se iba de Rubén Blades a La Décima Víctima. De Veneno a los Pistols. Y alguna noche la terminamos en el piso de Toño Cardíaco, cuando desenfundaba su tocadiscos portátil de altavoz/tapadera y entonces el viaje podía ir de The Cramps a Dave Brubeck. No habríamos aprendido ni la mitad en Berkley. Ni nos hubiéramos divertido tanto.


El 124 ranchera de Zapi se sabía el camino mejor que el Supermirafiori de “Deprisa, deprisa”. Porque ningún sábado nos portábamos bien. No había manera. Y el domingo se ensayaba. Maltrechos y ojerosos llegábamos a la puerta del Racimo de Oro, en el Barrio Húmedo, cuando aún entraban los coches en la plaza. A por un mordisco del mismo lobo, como dicen en Irlanda. A curar la resaca con una caña y una tapa de patatas amarillas. Si daba tiempo yo me iba hasta Maci 3 a revolver en las cubetas,, y a lo mejor salía de allí con una copia de “Transformer” o de “Marquee Moon”, a 300 pesetas el LP.


El 12 de septiembre de 1983 Deicidas ensayó por vez primera. Éramos aún un trío. Guitarra, batería y voz. Aquel sonido frío, áspero, urgente, desafinado, descarado e insolente es una de las cosas más hermosas que aún hospeda mi memoria. Volvería al ruido de esos días por un instante, a contemplar maravillado a aquel reptil rompiendo la cáscara, para ver cómo sale desafiante al primer sol. Hambriento de gusanos de seda…


José Pajares Iglesias

En el 40 aniversario de DEICIDAS

(1983-2023)

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