Todos los espejos rotos y amarillos
Volví al Chelsea como quien vuelve de una muerte certera y se salva en el último segundo. Volví como a los brazos de una amante olvidada en un huracán de sábanas revueltas. Volví porque la incontenible fuerza de vuestras vidas y de vuestro arte me hacía suponeros vivos. Eternos. Inmortales. Nunca pensé que vuestra forma de permanecer entre nosotros fuese convertiros en espectros. Me recibe Nancy con sus medias de rejilla medio rotas, su puñalada y sus labios negros. Tampoco me hace mucho caso. Sigue a Sid, que vocea barbaridades por el hueco del ascensor. Los fantasmas que acaban de dejar la adolescencia son especialmente insoportables. Y más si tocan el bajo en una banda punk de tanto éxito. Esos jadeos que salen de la 424 suenan a cañería rota. Abro la puerta y me encuentro a Janis y a Leonard. Lo gracioso del asunto es que ambos placeres se deslizan por rangos dinámicos diferentes. Cohen se corre en la zona barítona. Joplin lo hace en la mezzosoprano. Así, es sencillo discriminar cada orgasmo (acompañados ambos, bien es cierto, por la percusión free improvisada de los collares, pulseras, pendientes y demás adornos de la reina blanca del blues). Está Dylan Thomas en la azotea. Vomitando vermú a las cuatro de la tarde. Ni me ve. Intuyo que emborracharse después de morir es exactamente lo mismo que hacerlo antes. En el mismo lugar me encuentro con Patti, la única que sigue viva, rememorando esa infame borrachera de su adorado Thomas. Creyente inmaculada de la grandeza del bardo. Adorando cada baldosa pisada por él antes de bajar al cuartucho donde hilvanaba su posteridad a duras penas. Veo maravillado los artesonados victorianos del vestíbulo, encapsulados en opio y orines, mientras Mark Twain los recorre como si nadase en el Misisipi escoltado por Tom y Huck. El ascensor es una juerga. Warhol, Nico y Edie con sus caras hasta el suelo. El mal rollo lo cortas con un hacha. Las tiene muy hartas con esos planos hieráticos de 8 horas. A Andy le pone mucho eso de que no pase absolutamente nada. Es su narrativa. Pero casa fatal con el deseo carnal, físico, doloroso, de tener que esnifar anfetaminas cada quince minutos. Al menos se sube Morrison en el vestíbulo. El reptil californiano y Nico establecen contacto visual. Elija usted depredador y presa. Acertará con cualquier hipótesis. Patti. Patti busca a Robert. Aquella habitación. Casi es una anciana. Parece saborear la muerte para volver a los 19 y ser una amante núbil de aquel cuerpo helénico. Absoluto. Las siete cabezas griegas en su esplendor neoyorkino setentero. Aquellas tardes haciendo el amor con las cabezas en estado de ebullición absoluto.
Clark tiene su telescopio apuntando al cielo entre la Séptima y la Octava creyendo, incauto, que podrá ver el firmamento desde ahí. Escribe 2001 para Kubrick, pero las estrellas le rodean, no le hablan desde el cielo. Oscar me mira con deseo. Es un hombre apuesto, alto, con un bastón de caoba rematado en plata. Con su abrigo por los hombros, su sombrero de ala ancha. Mantiene intacto el deseo desde su más allá. Creo que no saben que están muertos. ¿Y quien soy yo para sacarles de ese estado plácido de eternidad despreocupada?. El Chelsea lo ha visto todo. Como una mater amatisima ofreciendo unas ubres infinitas a todos y cada uno de sus cachorros descarriados. Volví al Chelsea porque yo mismo dudo con cierta frecuencia acerca de mi estado. Reconozco a los vivos, y creo que aún pueden verme. Pero no descarto haber muerto después de un bolo de los Ramones en el CBGB. De una mala puñalada o de una papelina aviesamente adulterada. Porque converso con todos estos muertos. Y todos ellos se pasan horas delante de espejos rotos y amarillos intentando pintarse la raya del ojo con temblores infames. Implacables. Afuera la ciudad despierta a la noche. Una más. Y todo este cortejo fúnebre se echa encima la penumbra hasta el primer luminoso de neón.
José Pajares Iglesias 2023

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